
Juan Ángel siempre fue un tipo conocido por todos por calmado, ecuánime y racional, quizás por eso su bar siempre tuvo éxito, a parte de el de el padre Ramiro quién mantenía el suyo a punta de presión y mercadotecnia en las misas, el de él siempre se mantuvo vigente y prospero en el pueblo a pesar de estar en las afueras, en el camino de entrada, frente el cementerio.
Su buena conversación, junto a su falta de prejuicios lo hacían buen confesor eso y sus consejos bien pensados lo hicieron con los años sitio favorito para quienes tenían algo que esconder, desde parejas infieles, bandidos, avergonzados y vencidos; todos terminaban siempre en las madrugadas de su bar, tanto que para evitar conflictos, hacía jurar a todos de palabra que nunca dirían a quién vieron ahí o con quién, ni por qué, como condición de ingreso, y la gente así lo respeto por años, incluso cuando la esposa de el alcalde lo engañó con el sacristán de la iglesia, Juan Ángel se limitaba a preguntarle a este sobre cómo estaban su hermana y sus sobrinos, mientras le pedía que por favor lo visitarán un día.
La madrugada que Luis Alberto entró al bar de Juan Ángel habían pocos clientes, pero no pudieron pasarlo desapercibido, éste entró todavía sacudiéndose la tierra y acomodándose las ropas, tratando de verse lo mejor posible; cuando algunos se levantaron para salir de el bar ante su presencia, Juan Ángel les recordó el juramento con la mirada, mientras salían, todos se despidieron de el cantinero, un par apenas alzó la mirada para ver a Luis mientras que Don Moncho, tomándolo por el brazo no sin ocultar su sorpresa atino a decirle: “visite a su mamá, no sabe lo que ella ha sufrido desde que usted nos dejo”; este le respondió con una cara inexpresiva.
-que va a beber muchacho?
-debería? Recuerde que ya no soy un cristiano como ustedes…
-aquí hay para todos muchacho, siempre ha habido y habrá
-deme algo fuerte entonces, la boca me sabe a tierra y tengo sed
-y que anda haciendo por aquí?
-Salí a buscarla Juan, me cansé de esperarla y salí a buscarla
-a pesar de lo que tengo frente a mí muchacho, creo que primero vuelve un muerto que ella, porque sigue con esa obsesión? Miré, tómese tranquilo el trago, y devuélvase a su tumba, no la busque más, no la espere más, hasta para un muerto como usted el tiempo es valioso como para perderlo pensando en una mujer…
No respondió, apuro el trago de un sorbo y se despidió de Juan Ángel, quién sin inmutarse continúo con su rutina.
A partir de ese día, se le vio rondar la calle de el cementerio, escampar el sol bajo los frondosos almendros, tirar piedras al camino para combatir el tedio, fijarse en la cara de todo aquel que viniera de entrada al pueblo, buscándola, esperándola que volviera con el regreso prometido, mientras pasaba el tiempo, y el verano se hizo sequía, y una tarde de octubre milagro; al principio fue noticia, escándalo y espanto, con el tiempo se volvió habitual, una sombra, una presencia; en todos los pueblos la gente se siente observada desde los cementerios, en este era cierto.
Todas las noches a la misma hora entraba al bar de Juan Ángel a pedir un trago, al principio, este le hablaba y aconsejaba, a fin de cuentas le tenía cierta estima, con los días cansado y viendo infructuosas sus palabras se limito a atenderlo como a cualquiera, incluso el sacerdote, quién vio en el tema una oportunidad de desacreditar al bar que era su competencia, la noche que entró al bar con la excusa de detener ese acto anti natural y contrario a la vida cristiana, impresionado al encontrar a Luis en la barra y ante la normalidad y tranquilidad de los otros clientes, no pudo más que balbucear un saludo mientras trastabillando daba media vuelta y salía a toda prisa .
Sin embargo un hombre de Dios no se iba a dejar amedrentar tan fácil, para las fiestas de la patrona de el pueblo, el cura resolvió hacer procesiones de muertos cada noche hasta el cementerio, con el fin de que Luis los siguiera, una suerte de exorcismo que alejara a los clientes de Juan Ángel; este no se inmuto por los hechos de esa semana, a fin de cuentas su bar era para aquellos que no eran bienvenidos en la iglesia, y Luis no torturaba a nadie, simplemente la esperaba, igualmente, atraído por el duelo de cada noche, se paraba tras quienes llevaban a la virgen luctuosa en hombros y los seguía; el escándalo y el susto eran de esperarse, aunque con los días, y resolviendo los devotos que era inofensivo y hasta un buen creyente, lo vieron como algo natural y obviaron su presencia. El cura disimulaba su cólera con el humo de el incienso, mientras Juan Rafael ofrecía bebida y comida a quienes cada media noche deambularan tras el acto religioso por la calle de el cementerio.
Era lunes, tras la última procesión de muertos, mientras se aprestaba a abrir el bar, llego Isabel, traía consigo a sus sobrinos, esbozando su primer sonrisa en meses Juan Ángel los recibió contento, tenía tanto que saber de su hermana que ni siquiera abrió el bar, los hizo pasar y converso con ellos, sin entrar en detalle de razones le ofreció a su hermana casa y dinero para mantener a sus sobrinos, no reparo en el tiempo de esa tarde y noche hasta que llego la hora en que Luis siempre llegaba a pedir su trago, se disculpo un momento y se dirigió al bar, en la puerta Luis aguardaba, contento; apenas vio a Juan Ángel sonrió y le mostró con la mirada el camino a lo lejos
–mañana por la mañana será su misa, en la tarde vendrá de nuevo a mi, y vos que creías en lo solos que nos quedábamos los muertos, y ahí viene mi María, vestida con el quimono de la muerte a mi encuentro, la traen a descansar en el mausoleo de la familia, entiendo que esta noche no abres amigo mío, pero esto merece que al fin nos tomemos un trago juntos, solo para celebrar-
-Claro que si mi amigo! Hoy también tengo que celebrar yo! Mi hermana y mis sobrinos están aquí y claro que no puedo más que celebrar tu alegría! Sean bienvenidos cuando gusten! Pero pasa, que los dolientes me dan frío-
Su buena conversación, junto a su falta de prejuicios lo hacían buen confesor eso y sus consejos bien pensados lo hicieron con los años sitio favorito para quienes tenían algo que esconder, desde parejas infieles, bandidos, avergonzados y vencidos; todos terminaban siempre en las madrugadas de su bar, tanto que para evitar conflictos, hacía jurar a todos de palabra que nunca dirían a quién vieron ahí o con quién, ni por qué, como condición de ingreso, y la gente así lo respeto por años, incluso cuando la esposa de el alcalde lo engañó con el sacristán de la iglesia, Juan Ángel se limitaba a preguntarle a este sobre cómo estaban su hermana y sus sobrinos, mientras le pedía que por favor lo visitarán un día.
La madrugada que Luis Alberto entró al bar de Juan Ángel habían pocos clientes, pero no pudieron pasarlo desapercibido, éste entró todavía sacudiéndose la tierra y acomodándose las ropas, tratando de verse lo mejor posible; cuando algunos se levantaron para salir de el bar ante su presencia, Juan Ángel les recordó el juramento con la mirada, mientras salían, todos se despidieron de el cantinero, un par apenas alzó la mirada para ver a Luis mientras que Don Moncho, tomándolo por el brazo no sin ocultar su sorpresa atino a decirle: “visite a su mamá, no sabe lo que ella ha sufrido desde que usted nos dejo”; este le respondió con una cara inexpresiva.
-que va a beber muchacho?
-debería? Recuerde que ya no soy un cristiano como ustedes…
-aquí hay para todos muchacho, siempre ha habido y habrá
-deme algo fuerte entonces, la boca me sabe a tierra y tengo sed
-y que anda haciendo por aquí?
-Salí a buscarla Juan, me cansé de esperarla y salí a buscarla
-a pesar de lo que tengo frente a mí muchacho, creo que primero vuelve un muerto que ella, porque sigue con esa obsesión? Miré, tómese tranquilo el trago, y devuélvase a su tumba, no la busque más, no la espere más, hasta para un muerto como usted el tiempo es valioso como para perderlo pensando en una mujer…
No respondió, apuro el trago de un sorbo y se despidió de Juan Ángel, quién sin inmutarse continúo con su rutina.
A partir de ese día, se le vio rondar la calle de el cementerio, escampar el sol bajo los frondosos almendros, tirar piedras al camino para combatir el tedio, fijarse en la cara de todo aquel que viniera de entrada al pueblo, buscándola, esperándola que volviera con el regreso prometido, mientras pasaba el tiempo, y el verano se hizo sequía, y una tarde de octubre milagro; al principio fue noticia, escándalo y espanto, con el tiempo se volvió habitual, una sombra, una presencia; en todos los pueblos la gente se siente observada desde los cementerios, en este era cierto.
Todas las noches a la misma hora entraba al bar de Juan Ángel a pedir un trago, al principio, este le hablaba y aconsejaba, a fin de cuentas le tenía cierta estima, con los días cansado y viendo infructuosas sus palabras se limito a atenderlo como a cualquiera, incluso el sacerdote, quién vio en el tema una oportunidad de desacreditar al bar que era su competencia, la noche que entró al bar con la excusa de detener ese acto anti natural y contrario a la vida cristiana, impresionado al encontrar a Luis en la barra y ante la normalidad y tranquilidad de los otros clientes, no pudo más que balbucear un saludo mientras trastabillando daba media vuelta y salía a toda prisa .
Sin embargo un hombre de Dios no se iba a dejar amedrentar tan fácil, para las fiestas de la patrona de el pueblo, el cura resolvió hacer procesiones de muertos cada noche hasta el cementerio, con el fin de que Luis los siguiera, una suerte de exorcismo que alejara a los clientes de Juan Ángel; este no se inmuto por los hechos de esa semana, a fin de cuentas su bar era para aquellos que no eran bienvenidos en la iglesia, y Luis no torturaba a nadie, simplemente la esperaba, igualmente, atraído por el duelo de cada noche, se paraba tras quienes llevaban a la virgen luctuosa en hombros y los seguía; el escándalo y el susto eran de esperarse, aunque con los días, y resolviendo los devotos que era inofensivo y hasta un buen creyente, lo vieron como algo natural y obviaron su presencia. El cura disimulaba su cólera con el humo de el incienso, mientras Juan Rafael ofrecía bebida y comida a quienes cada media noche deambularan tras el acto religioso por la calle de el cementerio.
Era lunes, tras la última procesión de muertos, mientras se aprestaba a abrir el bar, llego Isabel, traía consigo a sus sobrinos, esbozando su primer sonrisa en meses Juan Ángel los recibió contento, tenía tanto que saber de su hermana que ni siquiera abrió el bar, los hizo pasar y converso con ellos, sin entrar en detalle de razones le ofreció a su hermana casa y dinero para mantener a sus sobrinos, no reparo en el tiempo de esa tarde y noche hasta que llego la hora en que Luis siempre llegaba a pedir su trago, se disculpo un momento y se dirigió al bar, en la puerta Luis aguardaba, contento; apenas vio a Juan Ángel sonrió y le mostró con la mirada el camino a lo lejos
–mañana por la mañana será su misa, en la tarde vendrá de nuevo a mi, y vos que creías en lo solos que nos quedábamos los muertos, y ahí viene mi María, vestida con el quimono de la muerte a mi encuentro, la traen a descansar en el mausoleo de la familia, entiendo que esta noche no abres amigo mío, pero esto merece que al fin nos tomemos un trago juntos, solo para celebrar-
-Claro que si mi amigo! Hoy también tengo que celebrar yo! Mi hermana y mis sobrinos están aquí y claro que no puedo más que celebrar tu alegría! Sean bienvenidos cuando gusten! Pero pasa, que los dolientes me dan frío-