Parte de la magia de la casa y el barrio era precisamente, el que la
misma estuviera justo al final de la larga calle, donde el mundo parecía
terminar. Y es que el Barrio de una sola calle rumbo a la nada era
precisamente dos hileras de casas, hermosas y viejas, de esas donde
viven los abuelos, donde el olor a café adherido a las paredes y los
techos, son un habitante mas.
La casa de Raúl estaba de última, unos metros retirada de las últimas dos de cada lado de la calle, con el frente dando directamente a esta, por lo que desde el corredor de la entrada era fácil tener control de todos los demás vecinos, de lo que ocurría en cada casa, de quién entraba y quién salía.
Así, aquella tarde oscura y lluviosa, Raúl fumaba un cigarro cuando vio irse a la primera vecina, era la señora Morales, una viejecilla religiosa pero simpática, muy metida en sus rezos y en las cosas de todos los vecinos, siempre con buenas intenciones, pero además, opinando mas de la cuenta, cosa que todos perdonaban por su edad. Recuerda aún que todo el barrio salió a la calle cuando se la llevaban, la gente murmuraba, algunos hasta lo sintieron como una perdida, Raúl lo vio desde lo lejos, como una postal de la tristeza.
Así el barrio fue quedándose a oscuras, las casas se fueron vaciando en orden y cada una fue el mismo ritual, con la gente en la calle en despedida silenciosa, hasta que de pronto era obvio que se trataba de un patrón, y que poco a poco ese seria el destino de cada casa, en cuestión de días, horas, semanas. Al principio era común que los vecinos se reunieran para hablar de el tema, buscando alguna forma de revertirlo, para Raúl era poco indiferente el asunto, su casa al final de la calle le daba cierta confianza de que hasta para la muerte esa sería la última parada, pero sin darse cuenta de pronto, ya todos se habían ido, y ya los últimos antes de que llegarán por ellos, no salían a despedir a los otros, si no mas bien, se escondían, tratando de evitarlos.
Entonces Raúl los vio un día desde el corredor, eran hombres de negro, en una carroza, parecían no tener cara desde lo lejos, aunque el frío en el espinazo de Raúl provino de la mirada de alguno de ellos, sin ojos en el rostro que le miraba mientras se llevaban a los Rojas, justo tres casas antes de la suya, por la hilera izquierda. Desde entonces ya nadie encendía las luces, tratando de despistarlos, y sin embargo nunca les fue difícil llegar justo a las casas habitadas de quienes seguían en la lista.
El barrio quedo vacío, a oscuras, Raúl seguía fumando en el corredor, el olor a café de las casas se volvió moho, y por las noches el barrio se lleno de sombras que parecían anunciarle que pronto vendrían por él.
Esa mañana ya su familia se había ido, y Raúl se sentó en el corredor a esperar, seguro de que cuando viera venir a la carroza esta vez vendría por él. Justo se enjuago un recuerdo en la cara, cuando los bichos que tenía sobre todo el cuerpo le hicieron entender que era el momento, vio aparecer la carroza al final de la calle, ni siquiera se puso de pie.
La casa de Raúl estaba de última, unos metros retirada de las últimas dos de cada lado de la calle, con el frente dando directamente a esta, por lo que desde el corredor de la entrada era fácil tener control de todos los demás vecinos, de lo que ocurría en cada casa, de quién entraba y quién salía.
Así, aquella tarde oscura y lluviosa, Raúl fumaba un cigarro cuando vio irse a la primera vecina, era la señora Morales, una viejecilla religiosa pero simpática, muy metida en sus rezos y en las cosas de todos los vecinos, siempre con buenas intenciones, pero además, opinando mas de la cuenta, cosa que todos perdonaban por su edad. Recuerda aún que todo el barrio salió a la calle cuando se la llevaban, la gente murmuraba, algunos hasta lo sintieron como una perdida, Raúl lo vio desde lo lejos, como una postal de la tristeza.
Así el barrio fue quedándose a oscuras, las casas se fueron vaciando en orden y cada una fue el mismo ritual, con la gente en la calle en despedida silenciosa, hasta que de pronto era obvio que se trataba de un patrón, y que poco a poco ese seria el destino de cada casa, en cuestión de días, horas, semanas. Al principio era común que los vecinos se reunieran para hablar de el tema, buscando alguna forma de revertirlo, para Raúl era poco indiferente el asunto, su casa al final de la calle le daba cierta confianza de que hasta para la muerte esa sería la última parada, pero sin darse cuenta de pronto, ya todos se habían ido, y ya los últimos antes de que llegarán por ellos, no salían a despedir a los otros, si no mas bien, se escondían, tratando de evitarlos.
Entonces Raúl los vio un día desde el corredor, eran hombres de negro, en una carroza, parecían no tener cara desde lo lejos, aunque el frío en el espinazo de Raúl provino de la mirada de alguno de ellos, sin ojos en el rostro que le miraba mientras se llevaban a los Rojas, justo tres casas antes de la suya, por la hilera izquierda. Desde entonces ya nadie encendía las luces, tratando de despistarlos, y sin embargo nunca les fue difícil llegar justo a las casas habitadas de quienes seguían en la lista.
El barrio quedo vacío, a oscuras, Raúl seguía fumando en el corredor, el olor a café de las casas se volvió moho, y por las noches el barrio se lleno de sombras que parecían anunciarle que pronto vendrían por él.
Esa mañana ya su familia se había ido, y Raúl se sentó en el corredor a esperar, seguro de que cuando viera venir a la carroza esta vez vendría por él. Justo se enjuago un recuerdo en la cara, cuando los bichos que tenía sobre todo el cuerpo le hicieron entender que era el momento, vio aparecer la carroza al final de la calle, ni siquiera se puso de pie.