
Nacer era suficientemente malo como para además sobrevivir algunos meses, y en el peor de los casos un par de años, Ana tenía tres y era inimaginable que alcanzará los doce años, pero la niña vivaz de ojos grandes, pese a la pobreza y el ambiente bizarro en el que crecía, fue mas fuerte que sus otros compañeros de cumpleaños, y creció siendo mas carga para sus padres que alivio.
Ella jamás pensó que hubiera algo mas para ella, la casa de latas a la orilla de el río, el borracho que la golpeaba y al que llamaba papá, la madre drogadicta que parecía morir cada vez que ella regresaba con buen dinero, de vender flores, y de venderse flor por los bares de el centro.
Ana no tenía miedo a pesar de sus doce años, y le dio muerte digna a dos hermanos, adoptando además a dos vecinitos que la acompañaban en sus romerías por dinero, de el bar frente a la iglesia al salón de baile de el Higuerón, de vuelta al tugurio.
Los hombres de el bar fueron quiénes la descubrieran mujer con mente infantil, antes de que ella se diera cuenta que las tetitas le habían crecido, o que la sangre que emanaba de su vagina la hacía mujer para muchos; así empezó a venderse a pedazos sin que su inocencia le permitiera entender por que muchos le decían “putita”; nunca le gusto ponerse de rodillas frente a ningún borracho, pero el dinero que recibía a cambio era muy bueno para ella y sus dos hermanos adoptados, alegraba a los padres además que por unos días tranquilos, ya no la golpeaban.
Las señoras de la plaza la condenaban y le auguraban un terrible futuro que ella no entendía; nunca nadie le hablo de Dios, mas ella siempre trataba de encomendar cada noche su jornada y la de los niños que la acompañaban a un ser invisible al que ella no le importaba; para ella Dios cumplía si regresaba a la casa de latas con dinero.
Luego algunos fueron mas allá, y ella empezó a entender que podía sacarle mas provecho a su cuerpo, nunca le gusto, algunas veces le dolía, pero el dinero lo compensaba, ver a los mocosos felices con alguna golosina, y poder comprarse el vestido blanco para ella valían la pena de su terrible existencia, la única que conocía. Por eso el día que estreno el vestido blanco, se veía radiante, vendió todas sus flores y accedió a irse por el río con aquel joven moreno que le despertó las mariposas dormidas de su estómago. No opuso resistencia a ningún impulso de él, mas bien se mostró sumisa, incluso cuando este la empezó a golpear, solo se preocupo un poco por los pequeños, pero la verdad es que ellos sabrían llegar a casa con el dinero de todas las flores vendidas, mas el dinero que este hombre le diera por todo lo adicional que hacía y pedía, y sonrió en medio de la paliza pensando en lo linda que se vería en el otro vestido; el rosado, mientras el moreno seguía golpeándola.
El miró la cara de la niña fría y pálida, en el fondo de el arroyo, y se tranquilizó al ver que sonreía, soltó su cuello, y con una paz censurable camino tranquilo, dejándola allí, sumergida; como quién ha hecho bien.
Ella jamás pensó que hubiera algo mas para ella, la casa de latas a la orilla de el río, el borracho que la golpeaba y al que llamaba papá, la madre drogadicta que parecía morir cada vez que ella regresaba con buen dinero, de vender flores, y de venderse flor por los bares de el centro.
Ana no tenía miedo a pesar de sus doce años, y le dio muerte digna a dos hermanos, adoptando además a dos vecinitos que la acompañaban en sus romerías por dinero, de el bar frente a la iglesia al salón de baile de el Higuerón, de vuelta al tugurio.
Los hombres de el bar fueron quiénes la descubrieran mujer con mente infantil, antes de que ella se diera cuenta que las tetitas le habían crecido, o que la sangre que emanaba de su vagina la hacía mujer para muchos; así empezó a venderse a pedazos sin que su inocencia le permitiera entender por que muchos le decían “putita”; nunca le gusto ponerse de rodillas frente a ningún borracho, pero el dinero que recibía a cambio era muy bueno para ella y sus dos hermanos adoptados, alegraba a los padres además que por unos días tranquilos, ya no la golpeaban.
Las señoras de la plaza la condenaban y le auguraban un terrible futuro que ella no entendía; nunca nadie le hablo de Dios, mas ella siempre trataba de encomendar cada noche su jornada y la de los niños que la acompañaban a un ser invisible al que ella no le importaba; para ella Dios cumplía si regresaba a la casa de latas con dinero.
Luego algunos fueron mas allá, y ella empezó a entender que podía sacarle mas provecho a su cuerpo, nunca le gusto, algunas veces le dolía, pero el dinero lo compensaba, ver a los mocosos felices con alguna golosina, y poder comprarse el vestido blanco para ella valían la pena de su terrible existencia, la única que conocía. Por eso el día que estreno el vestido blanco, se veía radiante, vendió todas sus flores y accedió a irse por el río con aquel joven moreno que le despertó las mariposas dormidas de su estómago. No opuso resistencia a ningún impulso de él, mas bien se mostró sumisa, incluso cuando este la empezó a golpear, solo se preocupo un poco por los pequeños, pero la verdad es que ellos sabrían llegar a casa con el dinero de todas las flores vendidas, mas el dinero que este hombre le diera por todo lo adicional que hacía y pedía, y sonrió en medio de la paliza pensando en lo linda que se vería en el otro vestido; el rosado, mientras el moreno seguía golpeándola.
El miró la cara de la niña fría y pálida, en el fondo de el arroyo, y se tranquilizó al ver que sonreía, soltó su cuello, y con una paz censurable camino tranquilo, dejándola allí, sumergida; como quién ha hecho bien.